Pongamos todo en perspectiva // Carlos Villalobos
Hoy la sociedad y nuestros círculos sociales conspiran para hacernos creer que “somos los protagonistas de nuestras propias historias”. No obstante, últimamente, algunas experiencias personales han llevado a cuestionar esta noción. Si bien en la literatura el camino del protagonista suele ser una travesía llena de altibajos, culminando en la resolución de conflictos, en la vida real, no todos los días pueden ser una epopeya ni cada capítulo un hito trascendental.

Es cierto, hemos crecido nutridos por la creencia de que somos los héroes de nuestro relato. Esta concepción nos impulsa a perseguir sueños y afrontar desafíos con valentía y determinación. Sin embargo, es necesario admitir que no siempre podemos mantenernos en el centro de cada narrativa. Hay días en los que simplemente somos actores secundarios, desempeñando papeles de apoyo en las historias de aquellos que nos rodean o simplemente es un capítulo de relleno en donde únicamente nos dedicamos a parpadear, respirar y existir.

Este es un recordatorio saludable de humildad y empatía. No ser el protagonista no implica relegarnos al olvido, sino más bien, encontrar satisfacción en el acto de enriquecer la trama de los demás. Hay un cierto placer en ser el amigo que brinda consejo en momentos de duda, el confidente que escucha atentamente las tribulaciones de otros o la mano amiga que apoya en tiempos de adversidad.

Es como si fuéramos piezas de un rompecabezas que, al encajar en las vidas de quienes nos rodean, contribuimos a completar su imagen personal. Y en este proceso de apoyo y acompañamiento, quizás encontramos una perspectiva más genuina y significativa de nuestro propio rol en la trama general de la vida.

Así que, mientras que en la ficción el protagonismo puede aportar drama y emoción, en la realidad, el gozo de no ser siempre el foco central radica en la oportunidad de sumar, de compartir y de ser parte integral de las historias de otros. No es un papel menos importante, sino una demostración de madurez y entendimiento de que cada vida es un tejido interconectado en el que todos desempeñamos un papel fundamental.

Por tanto, abracemos esos momentos en los que nuestra vida puede parecer un capítulo de relleno en comparación con las historias más dramáticas que se desarrollan a nuestro alrededor. Porque, al final del día, no siempre necesitamos estar en el centro de atención para tener un impacto duradero en el mundo que nos rodea.

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